No sé si Alessandra Rojo de la Vega escogió el mejor de los pleitos posibles con la 4T al desmontar la escultura del Jardín La Tabacalera en su alcaldía donde aparecen Fidel Castro y el Che Guevara. Hay pocas cosas que le pican tanto la cresta a los morenistas y a los partidarios del gobierno de ese partido, en la Ciudad de México y a nivel federal, como cualquier falta de supuesto respeto a sus verdaderos héroes: los autores y beneficiarios de la revolución cubana.
Pero lo que sí es cierto es que, a través de este posible error de tacto, se puede detonar una discusión interesante en la Ciudad de México. O por lo menos en las redes sociales y en las páginas donde la comentocracia comenta, justamente sobre la situación cubana, su historia, sus orígenes y desenlaces, y sobre el vínculo entre el carácter cada vez más autoritario de la 4T, y su profunda e incondicional admiración por la dictadura castrista.
Esta discusión podría llegar a parecerse -ojalá- a la que poco a poco empieza a surgir en Chile. Como saben algunos, la izquierda chilena en su conjunto acaba de elegir, a través de una primaria, a una candidata única a la presidencia que se juega en las elecciones de octubre y noviembre. Escogieron de manera abrumadora a Jeannett Jara, que fue ministra de Trabajo del gobierno de Gabriel Boric, y ha sido militante del Partido Comunista Chileno desde hace más de 30 años. Toda la izquierda chilena -la democrática y la que no lo es tanto- resolvieron apoyar con mayor o menor entusiasmo a Jara, desde Ricardo Lagos hasta Michelle Bachelet, y pasando por todos los matices y sinuosidades de esa izquierda. Algunos lo hacen tapándose la nariz y por respetar las normas acordadas, y otros lo hacen con entusiasmo.
Por ahora, Jara ha mostrado una fortaleza en las encuestas que puede resultar sorprendente. En primera vuelta le gana a los tres candidatos posibles de la derecha y ultraderecha, y en segunda vuelta está más o menos empatada con ellos. Esto a pesar de que la mayoría de los analistas, observadores y actores de la política chilena consideran que es absolutamente imposible que un electorado conservador -donde el voto es obligatorio- pueda elegir a una presidenta miembro del Partido Comunista.
Entre las preguntas que han surgido en Chile figuran las mismas que podría uno dirigir a quienes critican la desaparición del pequeño monumento a Castro y Guevara, o a quienes siguen idolatrando al régimen de La Habana ¿Cómo se puede creer en la vocación democrática de Jara si es incapaz de pintar claramente su raya frente al régimen autoritario o dictadura isleña? ¿Cómo puede, por un lado, defender los principios democráticos chilenos contra candidatos de ultraderecha sin, por el otro, condenar la existencia de casi mil presos políticos en Cuba? ¿Cómo puede presentar una plataforma económica sensata, moderada y moderna, si sigue aplaudiendo el fracaso total del régimen cubano, y culpando a Estados Unidos de todos los males de esa catástrofe?
En México se podrían dirigir algunas preguntas parecidas a los partidarios de la 4T dentro y fuera del gobierno. ¿Qué hubiera sucedido si en una alcaldía tradicionalmente conservadora, como la Benito Juárez o en buena medida la Miguel Hidalgo, se hubiera erigido una estatua en honor a Augusto Pinochet, Francisco Franco o Benito Mussolini (por lo de Benito, por supuesto) y al llegar al poder Morena en cualquiera de dichas alcaldías, hubiera recibido presiones para “eliminarla”? ¿La izquierda hubiera permitido que permanecieran ahí o las hubiera retirado? Tendrían buenos argumentos para esconderlas: es aberrante que un país democrático y en una ciudad en teoría liberal, se festejen y se honren a dictadores sanguinarios en distintas etapas de la historia. Pero esta pregunta desemboca en otra ¿Cuál es la diferencia entre la dictadura chilena, española e italiana, por sólo mencionar esas, y la dictadura cubana? Una de ellas, desde luego, es que la isleña ha sido mucho más longeva. Lleva 66 años, mientras que Mussolini sólo alcanzó un par de décadas, Franco 30 años, y Pinochet apenas 17.
El tema no es cómo llegaron Castro y Guevara a México, ni si era justo rebelarse contra otra dictadura, la de Batista, producto de una elección fraudulenta en 1952, tal y como López Obrador tilda a la de 2006 y toda la izquierda a la de 1988. Supongo entonces que los partidarios de la 4T que festejan la invasión desde México a Cuba por los guerrilleros del Granma en 1956 justificarían una rebelión armada en México en 1988 o 2006. Sólo que ninguno de ellos, ni sus dirigentes ni sus militantes, pensaron en ello.
Es una lástima que Cuba no figure en la discusión mexicana, como empieza a hacerlo en el debate chileno. Nos serviría mucho para saber bien a bien qué piensa cada quien en México, Y, por cierto, sólo por no dejar, parece temerario por parte del gobierno seguir manteniendo buena parte, por lo menos hasta tiempos muy recientes, los apoyos a la dictadura de Díaz-Canel, cuando sabe que en algún momento vendrá un ukase de Trump recriminándolo y posiblemente prohibiéndolo.
I don’t know if Alessandra Rojo de la Vega chose the best possible battle with the Fourth Transformation (4T) when she removed the sculpture in La Tabacalera Garden in her borough, which depicted Fidel Castro and Che Guevara. Few things ruffle the feathers of Morena supporters and those aligned with that party's government—both in Mexico City and at the federal level—like any perceived disrespect toward their true heroes: the architects and beneficiaries of the Cuban Revolution.
But what is certain is that, through this possible lapse in judgment, an interesting debate could be sparked in Mexico City—or at least on social media and in the pages where pundits weigh in—about the Cuban situation, its history, origins and consequences, and the connection between the increasingly authoritarian nature of the 4T and its deep, unconditional admiration for the Castro dictatorship.
This debate could start to resemble—hopefully—the one that is slowly beginning to emerge in Chile. As some may know, the Chilean left as a whole recently selected a single presidential candidate in a primary ahead of the October and November elections. They overwhelmingly chose Jeannette Jara, who served as Minister of Labor under President Gabriel Boric and has been a member of the Chilean Communist Party for over 30 years. The entire Chilean left—both the democratic faction and the less democratic—has decided to support Jara to varying degrees of enthusiasm, from Ricardo Lagos to Michelle Bachelet, spanning all shades and nuances of the left. Some support her while holding their noses out of respect for the agreed-upon process, and others do so enthusiastically.
So far, Jara has shown surprising strength in the polls. In the first round, she leads the three likely right- and far-right candidates, and in the second round, she’s roughly tied with them. This, despite the fact that most Chilean political analysts, observers, and participants consider it virtually impossible for a conservative electorate—where voting is mandatory—to elect a Communist Party member as president.
Among the questions emerging in Chile are the same ones that could be directed at those criticizing the removal of the small Castro-Guevara monument, or at those who continue to idolize the regime in Havana. How can one believe in Jara’s democratic convictions if she is incapable of drawing a clear line against the island’s authoritarian regime? How can she defend Chilean democratic principles against far-right candidates without also condemning the existence of nearly a thousand political prisoners in Cuba? How can she present a sensible, moderate, and modern economic platform while continuing to applaud the total failure of the Cuban regime and blaming the United States for all the ills of that catastrophe?
Similar questions could be posed to supporters of the 4T, both within and outside the government. What would have happened if, in a traditionally conservative borough like Benito Juárez—or to a large extent, Miguel Hidalgo—a statue had been erected in honor of Augusto Pinochet, Francisco Franco, or Benito Mussolini (because of the name Benito, of course), and then Morena came to power in any of those boroughs and faced pressure to "remove it"? Would the left have allowed those statues to remain, or would they have taken them down? They would have had good arguments for removing them: it is outrageous for a democratic country and a supposedly liberal city to celebrate and honor bloodthirsty dictators from different historical eras. But this raises another question: What is the difference between the Chilean, Spanish, and Italian dictatorships—just to name those—and the Cuban dictatorship? One difference, of course, is that the Cuban one has lasted much longer. It’s been 66 years, while Mussolini lasted just a couple of decades, Franco 30 years, and Pinochet only 17.
The issue isn’t how Castro and Guevara arrived in Mexico, or whether it was justified to rebel against another dictatorship—that of Batista, the result of a fraudulent election in 1952, much like López Obrador claims happened in 2006 and the left says happened in 1988. I suppose, then, that 4T supporters who celebrate the guerrilla invasion of Cuba launched from Mexico in 1956 would justify an armed rebellion in Mexico in 1988 or 2006. And yet none of them—neither leaders nor rank and file—ever considered it.
It’s a shame that Cuba doesn’t feature in Mexican political debate the way it’s beginning to in Chile. It would be quite helpful in clarifying where everyone in Mexico really stands. And, just for the record, it seems reckless for the Mexican government to continue supporting—at least until recently—the Díaz-Canel dictatorship, when it knows that sooner or later a decree from Trump could come down condemning it and possibly banning such support.
Lo que ha hecho Alessandra ha sido darles una sopa de su propio chocolate a los morenistas. Ellos sin preguntar ni consultar hacen y deshacen con nombres de calles, monumentos e instituciones.
Ha sido una buena provocación. Veremos en qué termina.